miércoles, 30 de noviembre de 2011

El abejorro Mer (Historia de una madre y su hijo)

Soy un niño. Me hallo dentro de la casa de un amigo al que he ido a buscar para salir a la calle. Escucho a su madre dirigiéndose a alguien que está tras una pared y al que no logro ver. Le habla sobre su hijo, entre halagos. Mi amigo ya está listo para salir, lo intuyo porque su madre se dirige a él agachándose. De nuevo es la misma pared la que me impide ver a mi amigo. Frente a mí unas escaleras que conducen a la puerta que da a la calle. Comienzo a bajarlas a toda prisa, como fiera enfurecida que logra escapar de su jaula. En ese instante oigo gritar a la agasajadora  madre de mi amigo:
-¡Ahí va el más guapo de la calle!
De pronto algo atraviesa mis oídos, un fuerte zumbido de algo que no logro identificar debido a la velocidad con la que me sobrepasa. Hasta que se da bruces contra el cristal de la puerta que conduce a la calle, unos cuantos escalones más abajo. Entonces me doy cuenta, asombrado, que se trata de mi amigo, y que éste es en realidad un abejorro del tamaño del pulgar de un adulto, negro como el carbón. El fuerte zumbido sigue escuchándose, pero esta vez con más fuerza, repicando una y otra vez contra el vidrio, como un grito de desesperada impotencia. Mi amigo, el abejorro, no deja de chocar una vez tras otra contra el cristal, como si intentara atravesarlo. Su madre baja las escaleras como alma que lleva el diablo mientras lanza lamentos. Llega, y mete la mano por un hueco, agrandando aún más la cavidad por la que, supuestamente, su hijo hubiera querido salir, sin reparar antes en que el cristal podía estar menos abierto de lo habitual. Enseguida mi amigo, gracias a la ayuda de su madre, logra atravesar la puerta y salir a la calle.
Salimos a una calle estrecha. La madre de mi compañero abejorro me había prometido una bolsa de chucherías a cambio de salir a pasear un rato con su hijo, eso sí, con la orden estricta de no alejarnos del pozo, que estaba a tres manzanas de la casa.

Durante más de una hora repetimos prácticamente el mismo trayecto, una y otra vez, siempre sin alejarnos del pozo. Lo único que pude hacer para entretenerme durante ese tiempo era observar a los curiosos que ante la presencia de mi peculiar amigo nos miraban con descaro.
Finalmente decidí volver a su casa poco antes de lo previsto. La madre de mi amigo enseguida abrió la puerta; seguramente esperaba ansiosa nuestra llegada. Justo a su lado, en una mesita, la bolsa de golosinas acordada. Me la dio mientras me pedía que por favor volviera otro día para estar más tiempo con su hijo, ya que el pobre no tenía amigos y le costaba mucho abrirse al resto de la gente. Le dije que sí con la cabeza y, sin saber cómo despedirme de mi curioso amigo, dije adiós a la señora, y me fui.

Un par de días después volví a casa de mi colega. Llamé a la puerta. Una vez. Dos veces. Cuando apuntaba de nuevo con los nudillos para llamar por tercera vez, se abrió. Frente a mí, se erigía la triste figura de una madre desconsolada; la miré, pero no articulaba palabra, aún así, enseguida entendí, por su gesto, que quería que pasara para que escuchara lo que tenía que contarme.
Le costó hablarme; pasaron casi diez minutos hasta que logró aflojar por un instante el tremendo nudo que debía obstruir su garganta. Se trataba de su hijo. Había sucedido poco tiempo después de que volviéramos a casa. Unas horas después de que lo trajera de vuelta a casa y me marchara, empezó a buscarlo por casa, pero sin éxito. Alarmada, decidió salir a la calle y buscarlo por todas partes. Empezó a llamar desesperadamente a los vecinos preguntando si lo habían visto, pero éstos sólo la observaban con cara de estupor, como si no entendiera nada. Así durante treinta agónicos minutos. Hasta que, al fin, dio con el cuerpo sin vida de Mer -era la primera vez que oía su nombre- tirado en una esquina, a más de tres manzanas de su casa, una manzana más allá del pozo del que, según órdenes estrictas de su madre, no debíamos alejarnos nunca. Estaba irreconocible, hasta para su propia madre (en el momento en que contaba esto, la madre de Mer emitió un fuerte gemido). Volvió a enmudecer, durante unos cinco minutos más o menos, hasta que pudo reponerse y continuar. Resignada, miró al techo y apretó los dientes con rabia.
-Seguro que (sollozo) asustado y desorientado…se… colaría por la ventana abierta de algún vecino y (sollozo) el desaprensivo, al verlo… ¡¡lo aplastaría sin compasión!! (rompió a llorar)

Luego estuvo un rato en silencio, bajó la vista y se tranquilizó un poco, sin que ni por un momento dejaran de brotar lágrimas de sus ojos, como si un manantial empezara a nacer de ellos. Me comunicó que el entierro tendría lugar al día siguiente por la mañana y me pidió que por favor acudiera ya que era el único amigo que había tenido. Le dije que lo sentía mucho pero que esa mañana tenía colegio, y era imposible. Me miró y me dijo que no importaba, que el pobre Mer, allá donde estuviera, lo entendería. Me marché. Nunca más volví por allí, y tampoco volví a saber más de mi extraño amigo ni de su madre.