martes, 20 de septiembre de 2011

Marta

Son las doce de la noche, y la luz parpadeante del televisor agoniza. Me acerco el ordenador portátil que está sobre la mesa y lo apoyo en mis piernas. Me parece un buen momento para escribir sobre mi amigo Javi y nuestra pequeña historia en común.

Recuerdo a Javi un día de verano, sentado conmigo en aquella terraza de la heladería más concurrida del pueblo, y cómo me contaba, emocionado, que al fin había conocido a una chica con la que poder llevar una relación y, al mismo tiempo, poseer esa libertad que casi cualquier hombre desearía para él. Eso sí, a cambio, ella podría disfrutar de la misma libertad.
Yo lo miré con una media sonrisa, y sin poder ocultar mi sorpresa le pregunté:
- ¿Estás seguro de eso?
- Completamente.
Por un lado sentía una tremenda envidia sana, y por otro, una especie de sentimiento encontrado de extraña compasión. Javi comenzaría su nueva andadura con Marta.

Eran las doce de la noche y apenas había pasado una semana desde que Javi me contó lo de Marta. Llamaba preocupado.
- Oye, perdona que llame a estas horas…
- Tranquilo, para eso están los amigos.
- sabes…no veo a Marta desde ayer.
- bueno, ¿y cuál es el problema?, me dijiste que llevabais una relación liberal, ¿no?
- sí claro… pero…
- ¿pero?
- y si… ¿está con otro?
- pero… ¿no teníais un acuerdo, Javi?
- sí, sí. Oye perdona que te haya molestado a estas horas, ¿vale?
Nos despedimos mientras intentaba quitarle hierro al asunto, no quería dejar a Javi intranquilo, aunque en el fondo aquello me pareciera absurdo.

Al día siguiente coincidí con Javi y Marta en un supermercado, iban cogidos de la mano, como una pareja normal. Entonces, conocí a Marta. Era una chica muy guapa, de pelo claro y ojos verdes rasgados, con un sutil fondo gris. Tenía un cierto toque felino que la hacia irresistible. Enseguida entendí por qué Javi se había enamorado hasta romper las reglas.

El verano terminaba y daba paso al otoño. Llevaba mucho tiempo sin saber nada de Javi y Marta. Justo salía de recoger unos libros que había encargado en una librería cercana a mi casa, cuando comenzó a llover a cántaros. Me refugié rápidamente en un portal. Entonces la casualidad vino a mí, era Marta quien se protegía en el mismo portal para no mojarse.
- Ei, hola ¿Qué tal? –pensé en preguntarle por Javi, pero algo me dijo que no.
- Bien, vengo de estar con una amiga de la facultad. ¿Y tú?
Comenzamos a intercambiar palabras. Ella empezó a interesarse por los libros que guardaba en la bolsa, y no dejábamos de hablar. A medida que transcurría el tiempo, yo veía a Marta mucho más interesante, a la par que atractiva.

Aquella misma noche, Javi volvió a llamarme preocupado, esta vez era la una de la madrugada.
- ¿Sí?
- Soy Javi.
- ¿qué pasa tío?
- ¿estabas durmiendo?
- bueno… casi, pero dime.
- estoy muy preocupado. No sé si podré aguantar esto mucho más tiempo.
- ¿cómo?
- pues eso, lo mío con Marta, ya me entiendes. Llevo dos meses con esto y no sé cuánto más voy a poder soportarlo. La verdad es que nos solemos ver al menos dos días a la semana. Pero, ¿y mientras? Puede que ella esté con otro chico. Sabes… en realidad no quiero que piense que no soy ese tipo que creía que era. Pero… yo no tengo ojos para otra chica que no sea ella.
- mira Javi, no entiendo nada. ¿Qué esperabas de una relación así? Y si no es lo que esperabas, ¿por qué sigues con esto?
- ¡porque la quiero! y...y no quiero perderla, ¡es una chica única!
- ¿y no puedes proponerle una relación formal? Ya me entiendes, estar más atados.
- no, ella no quiere atarse de ningún modo, y de ser así... seguramente no dudaría en dejarme.

Javi se despidió intranquilo, pero esta vez ni siquiera me molesté en tranquilizarle. Entendía perfectamente su estado, ahora sabía por qué se refería a ella como una chica única. Sólo hacía cinco horas que estaba con Marta, que ahora sonreía pícara en mi cama, y ya creía estar enamorado de ella sin remedio.

sábado, 17 de septiembre de 2011

Ya no vuelvo a meterme en un cine

El sábado fui a ver Rec, una película que cuando le preguntaba a alguien si la había visto, respondía: “sí, he visto la dos y la tres”, y tenía que aclararles: “SHRECK noo, R-E-C”.

Sobre la película no tengo mucho que decir, así que mejor centraré mis esfuerzos en comentar el rato que pasé junto a un par de niñatas sentadas a mi lado en el patio de butacas.
Habiamos entrado en la sala y tomado asiento en una de las butacas de la zona lateral, yo me acababa de descalzar (esto me produce un alivio tremendo), en aquel momento, llegaron dos adolescentes. Ya habían apagado las luces y empezado los trailers, así que se metieron a toda prisa por el estrecho pasillo que separaba las filas de butacas. Aún no me había dado tiempo a apartarme cuando una de ellas, la primera, ya había pisado mi pie descalzo; luego, la otra remató el pie cuando todavía la señal de dolor ni siquiera había llegado a mi cerebro, así que cuando llegó fue doblemente dolorosa. Pero no conforme, la adolescente procedió a hacer lo propio en el pie que todavía estaba intacto. Mi reacción inmediata ante el dolor fue gritar: “¡joder, me van a matar!”. Ellas se giraron para pedir perdón -si no me hubiera quejado seguramente no lo hubieran hecho. Pero no acababa aquí la cosa. Una vez empezó la película, las dos chavalas no paraban de sollozar y respirar sonoramente por el miedo a sufrir un susto, y en cuanto llegaba el momento culminante, pegaban un grito seco y desgarrado, capaz de perforar el tímpano a un obrero de la construcción acostumbrado a perforar suelos. Al principio hasta me hizo gracia y lo comentaba con mi pareja, pero cuando aquellos gritos desagradables se repetían una y otra vez cada vez que la película pretendía asustar, me empecé a mosquear. Lo único que lograba sobresaltarme en aquel lugar, además de ponerme de mala leche, no era el miedo que me producía la película por la que había pagado, sino el par de elementos que tenía al lado.

La locura empezó a apoderarse de mí, llegando a pensar que todo era una estrategia de los productores para compensar la mala calidad de su película pagando a extras que dieran sustos desde el patio de butacas, como si se tratara de una especie de túnel del terror o de una peli de William Castle. De pronto, y empujado por una especie de rabia homicida, me levanté sigilosamente de la butaca y me dirigí a la vitrina contra incendios; me enrollé el jersey en el brazo y, de un golpe, rompí el cristal justo cuando la película daba otro de sus sustos gracias a la subida de volumen. Cogí el extintor y me dirigí con disimulo hacia mi butaca. Me senté como si no hubiera pasado nada. Mi pareja creyó que había ido al baño, y las dos adolescentes permanecían fascinazadas ante lo que acontecía en la pantalla. De pronto, y aprovechando una nueva subida de volumen, levanté el extintor, que, interrumpiendo el haz del luz del proyector, dibujó su silueta en la pantalla, y empecé a golpearlas con vehemencia, repetidas veces, tantas como pude mientras duró la espantosa escena que acontecía en la pantalla.

De pronto desperté. Mi novia me estaba advirtiendo de que la película había acabado. Miré hacia al lado y allí estaban las dos chicas, de pie y poniéndose el abrigo.
Sus gritos habían penetrado en mi sueño y se habían convertido en protagonistas. Sobre la película... mejor no me preguntéis.