sábado, 17 de septiembre de 2011

Ya no vuelvo a meterme en un cine

El sábado fui a ver Rec, una película que cuando le preguntaba a alguien si la había visto, respondía: “sí, he visto la dos y la tres”, y tenía que aclararles: “SHRECK noo, R-E-C”.

Sobre la película no tengo mucho que decir, así que mejor centraré mis esfuerzos en comentar el rato que pasé junto a un par de niñatas sentadas a mi lado en el patio de butacas.
Habiamos entrado en la sala y tomado asiento en una de las butacas de la zona lateral, yo me acababa de descalzar (esto me produce un alivio tremendo), en aquel momento, llegaron dos adolescentes. Ya habían apagado las luces y empezado los trailers, así que se metieron a toda prisa por el estrecho pasillo que separaba las filas de butacas. Aún no me había dado tiempo a apartarme cuando una de ellas, la primera, ya había pisado mi pie descalzo; luego, la otra remató el pie cuando todavía la señal de dolor ni siquiera había llegado a mi cerebro, así que cuando llegó fue doblemente dolorosa. Pero no conforme, la adolescente procedió a hacer lo propio en el pie que todavía estaba intacto. Mi reacción inmediata ante el dolor fue gritar: “¡joder, me van a matar!”. Ellas se giraron para pedir perdón -si no me hubiera quejado seguramente no lo hubieran hecho. Pero no acababa aquí la cosa. Una vez empezó la película, las dos chavalas no paraban de sollozar y respirar sonoramente por el miedo a sufrir un susto, y en cuanto llegaba el momento culminante, pegaban un grito seco y desgarrado, capaz de perforar el tímpano a un obrero de la construcción acostumbrado a perforar suelos. Al principio hasta me hizo gracia y lo comentaba con mi pareja, pero cuando aquellos gritos desagradables se repetían una y otra vez cada vez que la película pretendía asustar, me empecé a mosquear. Lo único que lograba sobresaltarme en aquel lugar, además de ponerme de mala leche, no era el miedo que me producía la película por la que había pagado, sino el par de elementos que tenía al lado.

La locura empezó a apoderarse de mí, llegando a pensar que todo era una estrategia de los productores para compensar la mala calidad de su película pagando a extras que dieran sustos desde el patio de butacas, como si se tratara de una especie de túnel del terror o de una peli de William Castle. De pronto, y empujado por una especie de rabia homicida, me levanté sigilosamente de la butaca y me dirigí a la vitrina contra incendios; me enrollé el jersey en el brazo y, de un golpe, rompí el cristal justo cuando la película daba otro de sus sustos gracias a la subida de volumen. Cogí el extintor y me dirigí con disimulo hacia mi butaca. Me senté como si no hubiera pasado nada. Mi pareja creyó que había ido al baño, y las dos adolescentes permanecían fascinazadas ante lo que acontecía en la pantalla. De pronto, y aprovechando una nueva subida de volumen, levanté el extintor, que, interrumpiendo el haz del luz del proyector, dibujó su silueta en la pantalla, y empecé a golpearlas con vehemencia, repetidas veces, tantas como pude mientras duró la espantosa escena que acontecía en la pantalla.

De pronto desperté. Mi novia me estaba advirtiendo de que la película había acabado. Miré hacia al lado y allí estaban las dos chicas, de pie y poniéndose el abrigo.
Sus gritos habían penetrado en mi sueño y se habían convertido en protagonistas. Sobre la película... mejor no me preguntéis.

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